Por estos días, el gobierno de Daniel Noboa, con la complicidad de sus ministros, asambleístas y operadores mediáticos, insiste en instalar en la consciencia colectiva la idea de que el regreso de bases militares extranjeras al Ecuador es una condición necesaria para enfrentar al narcotráfico y la delincuencia organizada. Apelan al recuerdo selectivo de la bade de Manta, y aseguran que su reapertura — o el establecimiento de nuevas bases militares, incluso europeas — sería un acto de responsabilidad frente al caos que vivimos.
Pero lo que no se dice — y que debe decirse con claridad — es que la presencia militar en países del sur global no ha significado mayor seguridad ni soberanía, sino mayor dependencia, control e impunidad para las potencias que la instalan. Basta observar el caso colombiano: con siete bases estadounidenses operando desde hace 15 años, el país vecino no ha reducido la producción de drogas ni ha erradicado el crimen organizado. Por el contrario, la militarización del territorio ha convivido con la expansión del narcotráfico, el desplazamiento de comunidades y la represión de la protesta social.
Tampoco se informa con honestidad al pueblo que, a pesar de la prohibición constitucional vigente, ya existe presencia militar norteamericana en Galápagos. Y sin embargo, ni el tráfico de drogas, ni la pesca ilegal han sido controlados. No hay resultados, ni transparencia, ni rendición de cuentas. Lo que sí hay es una clara intención de convertir al Ecuador en una pieza geoestratégica del ajedrez imperial de los Estados Unidos.
La política militar estadounidense nunca ha tenido como prioridad la seguridad de nuestros pueblos. Su lógica ha sido garantizar el acceso a recursos, controlar rutas estratégicas, y asegurar su influencia sobre gobiernos subordinados. Las bases militares no se instalan para cuidar a los ecuatorianos: se instalan para vigilar y contener a China, Rusia, Irán y a cualquiera que desafíe al orden unipolar que defienden.
El gobierno de Noboa, en su afán de obedecer los intereses del norte, ha impulsado una reforma constitucional para legalizar esa entrega. Y pronto será el pueblo quien deba pronunciarse en las urnas. Muchos votarán creyendo que se trata de una medida para mejorar la seguridad. Pero, como ha ocurrido tantas veces en la historia, los imperios no traen paz: traen bases, tratados, deuda, subordinación y saqueo.
No se trata aquí de defender una noción abstracta de soberanía. Como decía Julio Anguita, “la dignidad no se come, pero un pueblo sin dignidad termina de rodillas y sin comer” . Defender la soberanía es defender la posibilidad de que nuestras decisiones respondan nuestra necesidades, no a los dictados de Washington o Bruselas.
Y esas necesidades no pasan por helicópteros o comandos extranjeros, si no por escuelas, hospitales, trabajo digno y oportunidades reales para la juventud. La única manera de enfrentar estructuralmente al crimen organizado es garantizar los derechos que establece la Constitución de Montecristi, invertir en lo público, redistribuir la riqueza y reconstruir el tejido social.
Entregar la soberanía es renunciar al derecho de los pueblos a decidir su futuro. Pretenden convencernos de que la solución viene de fuera, cuando lo que necesitamos es recuperar las riquezas que se fugan a paraísos fiscales y ponerlas al servicio de quienes producen: los trabajadores y trabajadoras del Ecuador.
No hay seguridad sin justicia. No hay paz sin dignidad. No hay soberanía cuando se entrega el territorio. Y frente a este nuevo intento de recolonización militar, la voz del pueblo debe ser clara y firme: ¡El Ecuador no será base militar de nadie! ¡La patria no se vende, se defiende!





