Adulación, oportunismo y derrota el progresismo sin proyecto

Adulación, oportunismo y derrota: el progresismo sin proyecto

En la historia política del Ecuador, la figura del adulador ha sido siempre más que anecdótica: ha sido un actor estructural del fracaso de las transformaciones. El principio andino del Ama Llunku —no ser lisonjero— señala una ética política profunda, que contrasta con la práctica reincidente de quienes, bajo la máscara del compromiso, han operado desde la simulación, la conveniencia y el cálculo personal. Los nombres cambian, pero el rol permanece. Y los actuales tiempos —en los que un neoliberalismo radical se reinstala a la sombra de símbolos patrios y aniversarios de independencia— exhiben una vez más la utilidad funcional de estos aduladores a sueldo, traidores de la crítica y enterradores de la memoria.

El progresismo ecuatoriano, que alguna vez se presentó como una esperanza para los sectores populares, ha fracasado en buena parte porque priorizó sistemáticamente las agendas electorales por encima de la construcción de una organización revolucionaria. Lo urgente siempre desplazó lo importante. Las candidaturas se impusieron sobre los principios, y la institucionalidad partidaria sobre la construcción de poder popular. Así, se acumuló para la elección, pero no para la transformación. El resultado ha sido una izquierda atrapada en el cortoplacismo, incapaz de sostener una crítica interna, y especialmente vulnerable a la infiltración de operadores políticos que saltan de gobierno en gobierno como quien cambia de terno.

La denuncia de quienes alguna vez fueron los más “militantes”, los más “territoriales”, convertidos hoy en burócratas bien peinados del nuevo oficialismo, no es solo un reproche moral. Es la constatación de que sin ética revolucionaria no hay proyecto que resista. Estos personajes, expertos en disolver cualquier intento de debate o deliberación colectiva, han convertido al progresismo en una plataforma de lanzamiento individual, y a sus causas —feminismo, ambientalismo, derechos laborales— en mercancía de campaña. De esta manera, el progresismo ha funcionado como puerta de entrada al neoliberalismo: una cantera inagotable de cuadros para los nuevos tecnócratas del capital.

Hoy, mientras Daniel Noboa avanza con un proyecto económico regresivo, represivo y alineado con los intereses globales del capital financiero, resulta fundamental no solo enfrentar su agenda, sino también asumir las responsabilidades propias. Porque este momento político no puede explicarse sin el silencio cómplice de los que alguna vez dijeron estar “del lado correcto de la historia”, pero que no dudaron en traicionar esa posición por una subsecretaría, una curul o una embajada. La crítica no puede esperar al siguiente ciclo electoral; debe ser ahora, y debe ser radical.

La memoria no puede quedarse en la nostalgia. Como advertía un viejo camarada, “si los jóvenes supieran y si los viejos pudieran”, pero quizá aún estamos a tiempo de aprender y de hacer. Esta coyuntura deja en evidencia que las derrotas no siempre vienen de afuera; muchas veces nacen dentro, disfrazadas de estrategia, envueltas en discursos de unidad, pero guiadas por la misma vanidad que tanto celebra el Diablo en El abogado del Diablo. Por eso, los sectores populares deben reconocer con claridad que el progresismo ha llegado a su límite histórico. Su deriva electoralista y su complicidad con las élites lo han vaciado de contenido transformador. Es momento de apostar por una izquierda popular, arraigada en los territorios, coherente en la lucha y firme en su compromiso con las mayorías. Porque, al final, solo el pueblo salva al pueblo.

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