Una agenda de mínimos y un anhelo movilizador.

Resulta siempre más sencillo, remitirnos a la añoranza y la nostalgia por el pasado, que apostar por el desafío de imaginar nuevos tiempos.  Cierto es, que los pueblos en algún momento de su historia han sido capaces de hacer saltar el continuo avance de su tiempo y marcar una nueva pauta para el curso histórico. Más vale preguntarse ¿Cuánto tiempo puede durar esa pulsión social capaz de enfrentar desafíos inéditos para dirigir el carro de la historia al servicio de la causa?

Si observamos algunos episodios y momentos revolucionarios encontramos diferentes potencias respecto a esas pulsiones:  El intento de “tomar el cielo por asalto” de la Comuna de Paris, las pequeñas “chispas que encendieron la llama” como fue el proceso que dio origen a la revolución rusa, o la proclama de “Patria o Muerte” con la que el pueblo cubano inició su revolución; y otros tantos, en los dos siglos anteriores, que mantienen su vigencia, a pesar incluso de los preconizados fines de la historia.

Ahora, por su parte, el Siglo XXI parece no haber parido aún, aquella idea capaz de sostener y movilizar con tal consistencia y solidez un proyecto de emancipación. Aunque vemos como miles de personas se adhieren a causas necesarias y fundamentales como la lucha feminista o ecologista y lo que han logrado; es necesario admitir que no han conseguido unificarse en un programa de transformación social y en muchas ocasiones se han enmarcado en conquistas específicas -importantes, por supuesto- dentro de los márgenes del sistema capitalista.

Así también, este joven siglo XXI ha reportado enormes movilizaciones sociales que, sin embargo, no han logrado en ocasiones, ni siquiera conseguir los mínimos objetivos propuestos.  Incluso cuando los esfuerzos organizativos devenidos de dicha explosión social han logrado modificar la correlación política, incluso cuando las figuras emergentes de la movilización social han logrado ocupar cargos de poder, los resultados obtenidos no se acercan siquiera a las dimensiones transformadoras de las revoluciones del Siglo XX.

En este contexto, las izquierdas divergen entre aquellos que recurriendo a la nostalgia se han convertido en profetas de un futuro pasado, pretendiendo luchar una guerra nueva con armas viejas; y aquellos que, con afán de novedad han pretendido hacer nacer la historia desde ellos y vaciar de contenido toda la herencia de luchas sociales, proclamándose como autores inéditos de las nuevas revoluciones. El resultado, un siglo XXI marcado o por el fracaso de los proyectos de cambio, o por la rápida degradación de los procesos políticos que trabajan más por mantener el poder que por usarlo para los fines propuestos.

La coyuntura latinoamericana específicamente, evidencia una fluctuación del mapa político con tal velocidad que, si los primeros años de este siglo parecían ser para la consolidación de un bloque “progresista”, los siguientes años supusieron el fortalecimiento de proyecto antipopulares autoritarios, incluso proto-fascistas.

Entonces, ¿cómo explicar que en tan pocos años hayamos pasado de ser una región integracionista de nuevo tipo, a un continente azotado por un neoliberalismo antidemocrático?  ¿Cómo explicar la transición de una unidad de presidentes “mandando ALCArajo” a los proyectos de libre comercio con los Estados Unidos, hacia una región orientada por la Alianza del Pacífico en un brutal aperturismo librecambista y reprimarizador?

Sin duda, mucho de esto tiene que ver con la configuración de un bloque histórico hegemónico, en el cual el poder formal del Estado, no es más que una alegoría respecto a la capacidad de las corporaciones para dirigir la economía global. Por tal motivo los golpes militares que sofocaron las aspiraciones revolucionarias de las décadas del 70 y 80 del siglo pasado, fueron sustituidos por instrumentos más versátiles que han configurado una nueva forma de sometimiento; llegando incluso a los golpes de nuevo tipo: el lawfare y sobre todo la política de la posverdad.

Más, si somos autocríticos con los procesos “progresistas” que incluso han llegado a hablar de horizontes socialistas, debemos admitir que, en los márgenes de la realpolitik, éstos han visto debilitadas sus agendas emancipadoras en pro de conservar la estabilidad política, que tampoco lo han logrado, valga decirlo. 

Sin dejar de observar la injerencia extranjera, las concertadas acciones de hostigamiento político y asfixia económica y la conspiración de las burguesías nacionales, hay un elemento común dentro del progresismo latinoamericano -talvez su verdadero límite ideológico o las reales condiciones históricas de su condicionamiento geopolítico- que ha impedido llevar a cabo una transición duradera y efectiva hacia un proceso poscapitalista. la poca profundidad de acción respecto a la contradicción capital-trabajo.

Lejos de una interpretación dogmática, que reduzca la disputa política a las concretas condiciones económicas de la relación burguesía-trabajadores, la ausencia de una práctica política consistente en este ámbito, ha limitado grandes procesos democráticos y democratizantes, hacia proyectos clasemedieros aspiracionales, en los que la redistribución de la renta pública permitió un desarrollo de derechos considerable, pero sin la apropiación de significados y sin capacidad de que el sujeto social asuma una responsabilidad política más allá de la plebiscitaria.

Los progresismos latinoamericanos han sido sistemáticamente capaces de trasvasar el caudal social en las urnas y lamentablemente incapaces de profundizar el ejercicio de la ciudadanía más allá de la refrenda social de la política pública.

Antonio Gramsci señalaba: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”; frase de una clarividencia atroz respecto al siglo XXI latinoamericano. La poca importancia que los “progresismos” dan a la contradicción capital trabajo, también es responsable de lo que algunos analistas gustan denominar como péndulo político; y somos testigos de la oscilación progresista-conservadora, ya que al no proponerse disminuir la causa estructural de la diferenciación social, todos los esfuerzos desde el Estado han sido condicionados por el mercado global y la demanda concreta de la producción exportable; volviendo absolutamente dependientes a las economías locales, aún, cuando la retórica rechazaba la intervención fondomonetarista.

Además de lo anterior, sea por falta de voluntad o por las propias limitaciones concretas para la administración del Estado, la ausencia de una visión programática respecto a la contradicción capital – trabajo, transfiguró la asociación social en términos laborales, llámese sindicatos, gremios, etc., en actores con incidencia relativa, tendiente a la baja, en la política, so pretexto de la legitimidad democrática en las urnas; lo que de a poco, ha condicionado el rol social de estas organizaciones en función de la adhesión, o no, al bloque progresista, en desmedro de una actividad orientada a la propuesta y crítica sectorial a la acción del Estado.

La poca consideración del espectro interseccional que rodea a la contradicción capital- trabajo ha impedido que el progresismo pueda nutrirse y fortalecerse de mucho de la construcción teórica y capacidad movilizadora del movimiento feminista, para incluir agendas concretas que suponen también la consolidación de un bloque popular en clave de género, que permita que las mujeres, colectivas feministas y otras agrupaciones de las diversidades sexo – genéricas, adquieran un protagonismo en la defensa de derechos que, en teoría deberían estar representados en la tendencia progresista.  Peor aún, en varias ocasiones, el “progresismo” latinoamericano ha establecido polarizaciones tan profundas con los sectores de mujeres y feministas, a tal punto de no solamente no contar con su apoyo sino de convertir militancias en su contra.  El ejercicio de la representación del poder desde el progresismo, salvo excepciones, ha estado marcado por un fuerte componente patriarcal que ha definido las prioridades de la agenda pública en función de los liderazgos masculinos, y la participación de las mujeres ha sido un tema no solo complejo, sino subordinado.  En dicho contexto, la emergencia de posturas liberales ha permitido que adquiera fuerza una corriente que ha instalado discursos de conciliación de intereses concretos en desmedro de la consideración de la división socio-sexual del trabajo y la reconfiguración del contrato sexual liberal que propone la emancipación femenina como un ejercicio individual, y con base a los “méritos”, sin observar las contradicciones conceptuales, en términos de pertenencia social que conlleva.

Así también, la falta de perspectiva de la contradicción capital-trabajo y su profunda relación con la sostenibilidad del metabolismo social y los límites reales de la capacidad biofísica del planeta ha establecido una maniqueo dilema entre extractivismo y superación de la pobreza, que progresivamente, estableció contradicciones con sectores ecologistas y el progresismo, en razón de que la gestión de recursos económicos merece una discusión profunda a nivel social y una profunda responsabilidad respecto a los bienes comunes fundamentales para la vida.  En la misma línea de apertura de frentes con, en teoría, aliados naturales, los progresismos no han sido capaces de establecer un diálogo franco y propositivo con las comunidades originarias y su representación, que en la mayoría de casos están asentados y desarrollan sus planes de vida en los territorios de explotación petrolífera y minera. 

Resultó complejo, por no decir casi imposible, para los proyectos políticos que llegaron al poder con el apoyo de sectores indígenas, que además reivindicaban legítimamente posiciones de amplitud y apertura al reconocimiento de la diversidad cultural y el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, configurar un mecanismo para plasmar dicho ideario en la gestión de la política; en su lugar se establecieron confrontaciones como portadores de una misión salvífica modernizante.

En estas circunstancias, específicamente en el contexto ecuatoriano, el “progresismo” enfrentó un proceso electoral con resultados adversos, debido a la poca capacidad de reestablecer canales de consenso programático con los diversos sectores sociales. Las brechas abiertas durante la gestión de la Revolución Ciudadana, así como el rol de oposición que jugó el progresismo durante el gobierno de Lenin Moreno, evidenciaron tensiones profundas e insubsanables, a tal punto, que permitieron que la oligarquía financiera acceda al poder del Estado; aun cuando los resultados del reencauce neoliberal del país durante el periodo de Moreno habían demostrado ya las adversas consecuencias para los derechos y bienestar del general de la población.

Es necesario advertir que el progresismo ecuatoriano, similar a lo acontecido en los demás países de la región, tuvo que enfrentar procedimientos de encuadre mediático -framing- en el cual se endosó a la tendencia progresista; y en esa estampida a todas las posturas de la izquierda, una serie de adjetivaciones tendientes a moralizar la política y personalizar los procesos, a tal punto de confrontar a la población respecto a la personalidad del dirigente antes que los resultados de la gestión. Empero, si ese fenómeno fue posible y causó el daño que causó, fue también producto de la debilidad orgánica del progresismo para el procesamiento democrático de las diferencias entre las diversas corrientes que, para el 2007 habían logrado articularse en torno al proyecto Constituyente.

Además de las consecuencias para la población, la derrota del progresismo en lo que refiere al campo político, ha provocado un progresivo y rápido erosionamiento de las capacidades de respuesta colectiva al neoliberalismo. El auto-aislamiento desde la ética del martirizado de los sectores de la RC, o el distanciamiento “estratégico” de la pureza política de otras fuerzas del centro a la izquierda, fueron responsables de que la Asamblea Nacional, a pesar de que en conjunto la “tendencia” tenía mayoría legislativa, pierda cualquier posibilidad de asumir una postura política de contención del avasallamiento neoliberal.  Así también, es preciso señalar que la representación parlamentaria de los sectores progresistas, indígenas y socialdemócratas -este periodo la izquierda no tienen representación real en el legislativo- actúan sin ningún tipo de organicidad respecto a su base electoral, mucho menos para su base política. La ID, PK, UNES han ido por la libre, gestionando y votando propuestas de ley de espaldas a sus estructuras, a su ideario político y, sobre todo, desconociendo la necesaria pertinencia entre su acción y la orientación ideológica de sus organizaciones.

Guillermo Lasso entonces, llega al poder no por sus méritos sino por los defectos de sus adversarios. Asume el poder en unas condiciones de debilidad política que no son aprovechadas, pero logra encaramarse en el poder a costa de una estrategia de pacto con dios y el diablo. A 5 meses de su posesión, el gobierno “del encuentro”, si con alguien se ha encontrado es con dichos bloques legislativos para imponer su receta.  Cumpliendo la máxima estratégica de Tzun Tzu, aparentando debilidad cuando era fuerte y aparentando fortaleza cuando era débil; Lasso ha logrado sus pretensiones casi sin oposición de las fuerzas políticas formales, y sorteando movilizaciones sociales importantes, que lamentablemente han recibido la espalda de sus estructuras partidarias.

La poca credibilidad con la que cuentan las estructuras políticas es uno de los mayores problemas que enfrenta cualquier posibilidad de resistencia al neoliberalismo. La movilización de octubre de 2019 ha quedado reducida a una pretensión golpista, puesto que ninguna organización asume la responsabilidad política de esas jornadas, un tanto por la espontaneidad y voluntarismo con el que miles de personas expresaron su descontento, otro tanto, por el temor de la persecución y desgaste mediático que han sufrido las figuras de octubre.

A pesar de que la memoria de octubre 2019 estuvo presente en los resultados electorales de la primera vuelta de 2021, para la segunda vuelta se evidenció la miopía y mezquindad de las izquierdas, los progresismos y la socialdemocracia. Para profundizar el problema, los 3 excandidatos: Arauz, Pérez, y Hervas, a los pocos meses de las elecciones, marcaron distancias con sus bases; Arauz renunció a la Presidencia de la Fuerza Compromiso Social, Pérez se desafilió de PK y Hervas plegó de facto al programa de Lasso.

Sin duda un escenario complejo, además de triste, no obstante, es necesario mantener una postura política respecto a los acontecimientos. La pregunta que cabe entonces es: ¿Cuál es esa postura?

Como usualmente ha sucedido, solo en tiempos de debilidad operativa, las izquierdas apelan a la necesidad de la unidad.  Durante las últimas semanas crecen las voces que llama, convocan y exhortan a la configuración de un frente amplio que articule las maltrechas fuerzas de cada uno; más, a pesar de las condiciones objetivas que atraviesa el país, en la mayoría de esas convocatorias prima una suerte de propiedad de la iniciativa y derecho de admisión, que raya casi en la exquisitez de la insensatez.  Además de unas expectativas eminentemente electorales, que no consideran ni la necesidad de un acuerdo programático serio, ni mucho menos una agenda movilizadora que recupere la credibilidad de una población azotada por un crisis política, económica y sanitaria.

A pesar de todo esto, es necesario sostener y apuntalar la consolidación del Frente Amplio que parta por una agenda unitaria de resistencia al neoliberalismo; que se organice en torno a la posibilidad de construir democráticamente el camino para el reencauce democrático de la nación; que aborde programáticamente las alternativas y propuestas políticas, tanto siendo oposición, como eventualmente, gobierno, para abordar la contradicción capital-trabajo en sus diferentes dimensiones; que reconozca las agendas fundamentales de los diversos sectores y delibere al respecto con generosidad, respeto y apego a los derechos humanos y el marco Constitucional.

Es menester, partir del reconocimiento de que una actitud de la cancelación política solamente conduce al ostracismo y a dinámicas autocomplacientes y estériles. Asumir una autocrítica debe ser una actitud propicia para reconocer los errores sin la inmolación fatalista. Los errores son parte de la vida política de las organizaciones y solo la historia sabrá juzgarnos, no es posible mantener la censura y la pureza, mientras el pueblo sufre las consecuencias de nuestros errores, mientras quien se beneficia es la burguesía.

La necesidad del Frente Amplio es urgente, más, esperar que todos los grupos logremos los acuerdos necesarios sería un tanto iluso, pero el momento de actuar es ahora. Una convocatoria que surja desde la comprensión del momento histórico y las necesidades populares deponiendo posturas personalistas. Converger en lo táctico y estratégico, será un desafío tan grande como las expectativas con las que enfrentemos un e,scenario difícil, pero ante todo, si prima el optimismo de la voluntad, será posible.

La primera agenda de mínimos para un Frente Amplio efectivo, no puede marcarse desde lo que se va a hacer cuando se llegue al poder, o procurar resolver las disputas del pasado, sino lo que vamos a hacer ahora; debatir el cómo resistir, un debate franco y de cara a la gente, por fuera de los cenáculos intelectuales; puesto que, si algo queda de la historia, no como nostalgia, sino como lección aprendida, es que de los tiempos de vacas flacas es de donde vienen las revoluciones. Estar a la altura de ese momento, es una responsabilidad de todos y todas quienes aún, creemos que un país de justicia social y democracia es posible; aquello será el anhelo movilizador para la izquierda y el pueblo.

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