Quito, 24 de mayo de 2025. La capital ecuatoriana amaneció cubierta de una calma tensa. En el centro político del país, el Palacio Legislativo se preparaba para la posesión oficial de Daniel Noboa, investido para un nuevo mandato de cuatro años. A pesar del protocolo, la presencia de 93 delegaciones y la coreografía republicana de rigor, el acto careció de calor político, de perspectiva histórica, de densidad democrática. El aire, más que solemne, se sentía hueco.
Solo dos jefes de Estado —Gustavo Petro de Colombia y Dina Boluarte de Perú— acudieron al evento. La ausencia del resto de mandatarios regionales no pasó desapercibida. No fue un simple desaire diplomático, sino el reflejo de una orfandad política. El Ecuador de Noboa no despierta adhesiones ni expectativas; apenas proyecta un liderazgo encerrado en su propio espejo y alineado a un orden geopolítico ajeno.
El discurso presidencial, ceremonioso y rimbombante, prometía ser un mensaje “para hablar con la verdad”. Sin embargo, lo que se impuso fue una retórica marcada por frases altisonantes y promesas abstractas: “un verdadero comandante no abandona a sus tropas”, “el país no le pertenece a los criminales”, “la historia del Ecuador no se escribirá sola”. Palabras que buscan impactar emocionalmente, pero que esquivan los debates urgentes del país.
Noboa reafirmó su narrativa de guerra —esa que declara enemigos sin construir justicia, que militariza sin resolver causas estructurales— como eje de su proyecto. Insistió en la lucha contra el crimen organizado y en el respaldo irrestricto a las fuerzas de seguridad, pero sin mostrar resultados verificables ni políticas integrales de seguridad ciudadana. Habló de los jóvenes, del empleo, de una ley de energía nuclear, pero sin desarrollar líneas programáticas claras ni anclar sus promesas en diagnósticos creíbles o planes viables.
Detrás del discurso se perfila una estrategia peligrosa: gobernar a través del espectáculo del enemigo interno y del recurso fácil a la fuerza, mientras se disimula la ausencia de una agenda social. La transparencia prometida no se traduce en medidas contra la corrupción institucional. La “transformación digital” anunciada no resuelve la precarización del trabajo ni el abandono del campo. Y la supuesta reactivación económica se reduce a una vaga promesa de inversión sin contenido redistributivo.
Con el control de la Asamblea y el respaldo de sectores empresariales y militares, el oficialismo prepara reformas regresivas que amenazan derechos conquistados. Se avizoran cambios constitucionales que podrían permitir la instalación de bases militares extranjeras y mayor concentración del poder ejecutivo en nombre de la “estabilidad”. Todo esto, mientras se debilita el tejido democrático y se excluyen voces críticas del debate nacional.
En un país aún herido por la violencia y la desigualdad, la puesta en escena del nuevo mandato no logró ocultar la fragilidad de su legitimidad. El 56 % de votos con los que Noboa se impuso en las urnas no significan un consenso social, sino el resultado de una coyuntura polarizada y de una campaña basada en el miedo y la desinformación.
Lo que quedó claro el 24 de mayo no fue el inicio de un nuevo ciclo de transformación, sino la consolidación de una narrativa de poder vacía de contenido y peligrosamente autoritaria. Frente a ese escenario, no será extraño que en los próximos meses la calle vuelva a convertirse en el lugar donde el pueblo ecuatoriano defienda sus derechos, su dignidad y su memoria. Porque cuando el poder habla sin decir nada, la resistencia comienza por recordar, nombrar y actuar.